Él se iba a vivir solo, y fuimos a comprar algunas cosas para su cocina. En medio de las compras, me sugirió que me fuera con él. Llevábamos cinco años de pololeo y habíamos construido una vida juntos, pero yo no me iba de mi casa sin un compromiso.
Todo parecía estar listo para dar el siguiente paso: yo ya estaba titulada, él tenía un buen trabajo; solo faltaba el compromiso. Me extrañó que no recordara lo que siempre le había dicho, y pensé que tal vez se había asustado y decidió irse solo para pensarlo mejor.
El sábado regresaba al Norte, y desde la mañana estaba nervioso, apenas hablaba y me miraba mucho. Por la tarde, cuando volvíamos a mi casa por la carretera, de repente dijo que escuchaba un ruido de vidrio quebrado en la maleta y que iba a ver qué pasaba.
Le dije que estaba loco, que era peligroso, y que esperara hasta llegar a casa. Pero en cuanto llegamos, no aguantó más y dijo que creía que todo estaba roto. Se bajó rápidamente y gritó: “¡Está la embarrá, ayúdame!”
Bajé esperando ver la maleta llena de vidrios rotos, pero solo veía bolsas. Entonces, corrió su chaqueta y vi una cajita pequeña. La tomé, y él me miró con ojos llenos de emoción y dijo:
“Mi amor, te amo demasiado y quiero estar siempre contigo. ¿Te quieres casar conmigo?” Lloré de la emoción, lo abracé, le di un beso y le dije: “¡Sí, obvio!”