Luis y yo nos conocemos desde niños, fuimos al colegio juntos y, aunque nuestras vidas tomaron caminos distintos, siempre tuvimos un vínculo especial. En la enseñanza media volvimos a vernos y salimos por un tiempo, pero la relación no prosperó. Hicimos una promesa de amistad: cuando fuéramos viejitos, nos casaríamos, para estar juntos como amigos hasta el final.
Con los años, cada uno siguió su camino. Él se casó y yo tuve mis relaciones, pero nunca llegué a dar el paso al matrimonio; sentía que algo me faltaba. Nuestra única conexión eran las llamadas en nuestros cumpleaños, hasta que un día, por la muerte de un amigo en común, volvimos a encontrarnos. Él estaba recién separado y me buscó con insistencia, diciendo que quería una nueva vida conmigo. Aunque yo también lo sentía, el miedo me llevó a rechazarlo.
Todo cambió con el terremoto. La casa donde vivía con mis padres quedó destruida, y en medio de la confusión, la primera persona en llegar fue él, mi Luchito. Al verlo, me di cuenta de que era el hombre de mi vida. Nos abrazamos en silencio, y en ese momento supe que quería estar con él.
Un mes después, me sorprendió con un anillo. Era sencillo, pero para mí representaba todo. Me dijo que, aunque aún tenía que resolver cosas de su pasado, quería que estuviéramos juntos. Desde entonces, no nos hemos separado. Ahora vivimos felices, con la llegada de nuestro primer hijo en camino, y sabiendo que estamos donde siempre debimos estar: juntos.