Mi historia comienza así: llevábamos 5 años de pololeo, y a mi novio no se le ocurrió nada mejor que pedirme matrimonio un 14 de febrero. Todo muy romántico, se arrodilla y saca un anillo… ¡pero era uno de esos anillos grandes de feria artesanal! No tenía idea de que para pedir matrimonio se usa un anillo de compromiso.
El anillo era tan feo que, en lugar de pensar en el “sí”, solo esperaba que no me quedara bien. Y así fue.
Al final, le dije que no se preocupara por el anillo, pero que no se echara para atrás con la propuesta.
Un día después, ya habiéndoselo contado a nuestras familias, íbamos en el auto y me pide que saque algo de la guantera.
Ahí encuentro un anillo de plata, muy sencillo. Lo tomo, lo miro, y él se ríe diciendo: “Este está mejor, más discreto. ¿Ahora sí, te quieres casar conmigo?” Acepté feliz.
Pero la historia no termina ahí. Este 13 de agosto, volvió a pedirme matrimonio, esta vez con un anillo 2.0. Así fue como he dicho sí tres veces.